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Diez postales desde el décimo piso (4 de 10)

Martín Felipe Castagnet

Diez postales desde el décimo piso (4 de 10)

IV

Todas las noches, a eso de las once, mi abuela me llama por teléfono. Es una de las pocas costumbres que tengo que no cambió con esta cuarentena. A mí me gusta transcribir algunas de las cosas que me dice.

Nació el mismo día y año que Yoko Ono y  me sorprende pensar que matemáticamente pudo haberse casado con John Lennon. Una de sus memorias de infancia es entrar a la cocina y verlo a su abuelo Manuel (nacido en 1864) aferrado a la radio como nunca antes: Hitler había invadido Polonia y la Segunda Guerra Mundial acababa de comenzar. En esos recuerdos es cuando se traza un puente visible entre el pasado y el futuro; como escribió Faulkner, el pasado ni siquiera ha terminado de pasar.

Decir que mi abuela es mi persona favorita del mundo es un understatement, aunque ahora que nació su bisnieto tiene competencia. Cuando cumplí diez años me empezó a llevar a la ópera, primero en micro y después en su auto; a los once me sumó a la Asociación Wagneriana. El día antes de cumplir diecisiete años me invitó a estudiar japonés con ella: yo sigo, con pausas; ella se pasó al chino. A pesar de sus aflicciones («el dolor de cadera es, cómo te diré, sulfuroso, alucinante») hasta hace poco todos los martes se levantaba a las cinco de la mañana para estar a las ocho en un centro donde estudiaba hebreo bíblico.

Pero el año pasado se apoyó en un mostrador de su confitería favorita y el mueble se vino abajo. Con ese accidente se terminaron las aventuras («como llovía y hacía demasiado frío, decidí que era el día ideal para ir a una confitería a probar los scones») y empezaron las odiseas. Los geriátricos de nuestra ciudad no dan abasto, y mi abuela terminó internada en uno con menos amor que sordidez, el único que la aceptó. Para que los empleados no la entendieran, me hablaba en francés («ici c’est l’enfer!»).

A mi abuela siempre le gustó el humor negro, y nunca falla en hacerme reír por más terrible que sea lo que me está contando. Por ejemplo: «Estoy transformada en una cosa triste y notable que se llama bebé viejo: no tengo fuerzas, no puedo caminar, pero tampoco tengo encanto». También: «Me tiraría por la ventana… si tuviera una». O la que anoté ayer: «Depende de cómo la abeja te pica el ojo, te lo vacía; por eso mejor cortar el pasto con antiparras».

Finalmente logramos moverla a otro geriátrico, esta vez con un cuarto propio y ventanas arboladas, que curiosamente queda a media cuadra de la casa de una amiga de la infancia y que yo recordaba a la perfección por los leones de piedra que custodian la entrada. «¿Sabés para qué servía mi habitación? ¡Era la morgue! ¿Creés que me voy a asustar por eso? Al revés: ahora me siento acompañada por los que saben, los espíritus apaciguados de mis antecesores». De a poco recuperó la movilidad. Cuando se escucha mucho ruido, mi abuela dice: «Las sillas acá hacen concierto de sillas». A veces se pone más filosófica: «En resumen: acá estoy, acá estoy, acá estoy».

Entonces entró en escena el coronavirus. Mi abuela estaba a punto de operarse (a comienzos de abril) y de volver a vivir sola (a un departamento ya alquilado). Tuvo que postergar sus planes, con amargura, como si el mundo se hubiera detenido sólo en su puerta. Lee los diarios en su tablet, sobre todo ahora que tiene prohibido los de papel, pero de todas maneras envidia a sus amigas que sí pueden salir al supermercado, aunque sean población de riesgo y apuesten la vida cada vez que salen.

Encima de todo, el gobierno obligó a los geriátricos a dividir las instalaciones para aislar a los pacientes con síntomas. Mi abuela está devastada porque la sacaron sin aviso de su habitación individual y la ubicaron en otra peor, compartida y sin agua caliente. El problema no es la medida de prevención, por supuesto, sino la humillación que acompaña a los más débiles en los tiempos de crisis sanitaria y colapso económico. «Me quitaron la ropa del mueble y la tiraron en un canasto lleno de ropa sucia». En la habitación a la que ya no puede acceder quedaron sus libros de pájaros y el cuadro que pintó mi bisabuela Josefina, al menos hasta la desinfección. Ni siquiera «la morgue» es suya.

En España, leo, están utilizando las pistas de patinaje del Palacio de Hielo para almacenar los cadáveres. Mi hijo llora para que lo saque de su doble aislamiento en el corralito. Él también parece decir: Acá estoy, acá estoy, acá estoy.


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