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La lista de exceptuados (1 de 8)

8 relatos de Ángeles Salvador

La lista de exceptuados (1 de 8)

1. La mucama de la clínica

La jefa nos asignó a Raque y a mí el piso de aislamiento de los contagiados. Raque me cae bien, tiene cincuenta años y dos nietos mellizos de seis meses. Los viernes trae cuatro facturas para hacernos un café con leche en el recreo de las nueve y me muestra videos de los bebés. Debemos limpiar las habitaciones, luego la sala de enfermería y el cuarto privado de los médicos. Tenemos de refuerzo a Dieguito, un chico de Berazategui que entró al servicio hace un mes cuando mandaron en cuarentena a las mucamas de los tres turnos que atendieron a un covid. Había trabajado limpiando oficinas, nunca hospitales. Dieguito pasa la lustradora y la mopa de vapor en los pasillos y lo están capacitando para gestionar los residuos patogénicos por si se caen algunos de los muchachos del acopio. Yo voy a las habitaciones que van de la 901 a la 918, y Raque de la 919 a la 924. Me tocaron más a mí pero no quieren que nos repartamos parejo para que no crucemos de ala. Es importante la trazabilidad, nos dijeron. Eso es poder trazar el camino hacia atrás para ver qué recorridos hicieron las cosas, como en Hansel y Gretel que con migas de pan hicieron un mapa de su derrotero, aunque no les funcionó.

Es un incordio limpiar habitaciones de los aislados porque sufro mucho el calor cuando limpio con tanta ropa puesta. La bata de tela estéril y arriba el camisolin descartable, guantes de látex y guantes de nitrilo, el barbijo, y unas antiparras que compramos con una compañera del turno noche. La dejamos envuelta en papeles de baño empapados en alcohol escondida en el carro número 25, que es el carro del noveno. Sabemos que nos arriesgamos a que nos la robe alguna franquera pero por ahora no hay más. Las antiparras condensan el aire que veo y se empañan. Antes de entrar, me visto en la puerta de la habitación, luego golpeo y entro sin esperar. Abajo del ambo empiezo a sudar. No puedo limpiar con tanto calor. Y mientras limpio parezco una vaca regada. Este verano había prometido adelgazar pero nos fuimos a la Serena con los abuelos del baby y todos los días comíamos sandwichs y churros en la playa. Y a la noche también. Las camareras dejan la comida en la puerta de los aislados, ya no entran, por disposición de los jefes. Yo tengo que entrar y, también, sacar las bandejas, y hacer el protocolo nuevo. Cada habitación se limpia a fondo una vez por día con dicloro. Y se hace mucho hincapié en limpiar el primer círculo que rodea al enfermo. La cama, la mesa de luz y la mesa hospitalaria, el tablero de enchufes arriba de la cabecera. En ese momento hago que no los escucho para que no me hablen, aunque tengan puesto el barbijo celeste. Cada vez que entro se los tengo que recordar. En el baño siempre lo mismo. Los médicos y las enfermeras no hacen el bollo compacto del camisolín cuando lo tiran al tacho y las bolsas se llenan enseguida con esa tela volátil. Me da el doble de trabajo.

Este mediodía antes de terminar entré a la 905 a retirar la basura. Saludé al señor que dormía y en la bolsa roja vi una sonda con coágulos de sangre pegados y algo que parecía ser un moco verde. Había azaleas con sangre y mascarillas de nebulización en el tacho de la basura común. Lo cual es un error. Una mala noche, pensé. En ese momento me asomé para mirar que tal el paciente. Era un viejo de la edad de Raque que dormía con la boca abierta y hacía un silbido molesto. Abrió los ojos y me llamó. Le dije que no podía acercarme. Me dijo que en el pantalón tenía la billetera. Le dije que no podía tocar sus pertenencias. Quería darme un propina. Le dije que no correspondía aceptarla, me dijo que gracias a mí hoy podía contar el cuento. Le quise aclarar que yo recién llegaba. “En la billetera tengo una atención para usted”. Y no sé por qué fui y saqué la billetera del jean que estaba en el placard. Agitado, me dijo que la abra yo. Conté diez billetes de mil. “Agarre doctora”. Le dije que yo no era médica. Y empezó a toser. Agarré cuatro y los metí adentro del guante. Junté las bolsas, puse nuevas y salí. Fui a comer las facturas con Raque y me mostró los videos de los mellizos rebotando en la practicuna. Eran graciosos. Le dejé sábanas al médico que dormía en el privado. Fui a dejar la antiparra en el carro antes de ir al vestuario. Sería bueno tener duchas pero ya es tarde, dijeron en supervisión. Puse el ambo en la bolsa. Y cuando agarré la cartera para irme quise esconder los cuatro mil pesos del viejo y me di cuenta que los descarté con los guantes dentro del camisolín, en la bolsa negra, dentro de la bolsa grande del ala, dentro del container del piso que recogerá Dieguito y bajará por el ascensor hasta el basurero de la clínica.

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Ángeles Salvador
 nació en Buenos Aires en 1972. Publicó cuentos en diversas antologías y en revistas literarias. Publicó la novela El papel preponderante del oxígeno, Reservoir Books, en 2017 y este año publicará su segunda novela.